Es el Instituto Santa Teresa de Jesús, que recibe a 1.600 alumnos carenciados.

«Padre le quiero regalar a mi niño. Lléveselo». «No señora, cuídelo usted, usted es su madre, yo la ayudo, pero cuídelo usted». El niño en cuestión tiene siete año, y la anécdota la cuenta el sacerdote español Patricio Larrosa Martos, quien desde hace 17 años, se dedica en Honduras a ayudar a los más desposeídos.

En lo más alto del cerro Nueva Capital, un palco pedregoso y empobrecido que cuelga sobre Tegucigalpa, Larrosa fundó hace siete años la escuela Santa Teresa de Jesús, que de 160 pasó a tener 1.600 alumnos, todos niños indigentes.

A la escuela se llega literalmente trepando por un camino de tierra desgraciado, que sube apretado contra las laderas y castigado por curvas abruptas. Cuanto más alto peores son las condiciones de las casillas que se levantan a los costados.

El único servicio que hay es electricidad. No hay agua potable ni cloacas. Las «casas» no tienen baños sino un hoyo en el suelo. Cuando se llena, lo tapan, lo rocían con cal o lo prenden fuego. Y luego cavan otro agujero y así.

La gente comenzó a llegar a estas colonias tras el huracán Mitch. Y aun hoy sigue llegando gente de zonas rurales buscando un pedazo de tierra. La alcaldía los acomoda en el cerro, pero estas tierras no están preparadas para vivir, y las casillas se empiezan a amontonar unas sobre otras.

En la colonia que rodea a la escuela viven 15.000 personas, repartidas en casas de madera, palos, cartones, chapa y trapos. Algunas familias intentan cultivar maíz pero el suelo es pura piedra.

El padre Larrosa ideó una escuela gratis y privada, con reconocimiento oficial, que sólo admite a quienes nada tienen. Cuánto más difícil y precaria es la situación del menor más chances tiene de entrar.

En Santa Teresa de Jesús, a los chicos se les da desde los útiles hasta los uniformes. La única condición es asistir. Si faltan, son despedidos. «Tienen que entender que el lugar que ocupan puede ser aprovechado por otro», explica Larrosa.

La escuela Santa Teresa de Jesús recibe a los niños de las villas cercanas, tierra de mareros, donde abundan los problemas de drogas y alcohol, y por las noches «se muelen a palos».

«Pero las maras protegen el colegio, sus hijos y sus hermanos estudian acá», dice Larrosa.

El 60% por ciento de los niños que acude a la escuela de Santa Teresa son de madres solteras, crecidos en el seno de familias donde reina la violencia. Son chicos maltratados, explotados y abusados.

El camino estrecho hasta el colegio es un desastre y el vehículo que lleva a esta enviada se sacude de tal manera que es imposible tomar nota. En un momento, sorprende sobre la ladera un cementerio de cruces desordenadas que se mezclan con un basural.

La escuela aparece en la cima, al final del sendero maltrecho, después de esquivar perros raquíticos y gallinas. Es como una fortaleza, rodeada de un muro. Los niños están en clase y en el lugar reina el silencio. El recorrido empieza por las aulas de los más chiquitos.

Lilian, ojitos achinados, pelo recogido, tiene 6 años, pero la desnutrición hizo estragos y parece de 3. Apenas habla. Tiene problemas de desarrollo. Esta sentada sola en su banco intentado aparear vocales con la figura que corresponde.

«Vivo por aquí nomás», responde tímida, habla bajito, casi no se le entiende. ¿Tu papá de qué trabaja?», «De nada», contesta e intenta juntar la «A» con «Abeja»•

En el colegio los niños comen, juegan, tiene computadoras y aprenden. Afuera trabajan.

En la sala de cuarto grado, hay 38 alumnos. «¿Y cuántos de ustedes trabajan?» Muchos levantan la mano. «Yo vendo confites en los autobuses», dice uno. Otros, agua en bolsitas, plantillas de zapatos, tortillas y especias.

Francis tiene 13 años y relata su historia divertido: «Cuando mataron a mi papá, me sacaron de tercer grado y luego me volvieron a poner en 1ro porque me había olvidado todo». Sus compañeros ríen.

Es el turno de visitar la sala de los adolescentes, último año. «Si no estuvieran en clase, ya estarían en edad de asaltar», advierte la directora, Yesica Carolina Lagos.

Suena la campana del recreo. El patio enorme, en la cima del cerro, se llena de chicos de uniforme café. Posan divertidos y obedientes para una foto. Y los más chiquitos se despiden de esta enviada con abrazos y besos.

«La idea explica el padre Larrosa, es luchar contra la ignorancia. Es un trabajo lento, pero vemos que la gente que se prepara y se esfuerza deja de ser pobre. Son jóvenes con ganas de sacrificarse y eso es motivante».