Historias recientes sobran: desde la patota de futbolistas mercedinos que mató con una piedra a Jonathan Fat hasta tantas otras que se pierden en el anonimato de la negligencia y la resignación. Las historias pasadas, a la luz de su decurso penal, condenadas a menudo a la prescripción de las causas, no son más alentadoras.

Según se concluyó en el informe criminológico publicado en noviembre de 2012 por la Corte Suprema de Justicia sobre los homicidios dolosos durante el año 2011, de las 184 causas examinadas en la ciudad de Buenos Aires sólo fueron identificados los autores de 99 muertes, mientras que de las 85 restantes se desconocen sus autores. De allí que, si bien el informe reconoce que una variable para tener en cuenta es el desconocimiento de datos acerca de quienes han cometido los hechos analizados, las conclusiones deberían ser tomadas en sus valores relativos: si se desconoce la nacionalidad del 45.6% de quienes han cometido los delitos, parece apresurado inferir que los ciudadanos extranjeros tienen «menor incidencia en la posición de victimario». Lo mismo sucede con la edad: no se la conoce en el 48,8% de los casos; por lo tanto, destacar «la casi nula presencia de menores como victimarios» parece apresurado.

Cuando el informe se refiere a las circunstancias o motivaciones por las cuales en principio habrían sido cometidos los delitos en la Ciudad de Buenos Aires, La Plata y el Partido de San Martín, concluye que el móvil del 39% de los homicidios perpetrados fue la riña, el ajuste de cuentas y la venganza. Esa explicación pretende, pero no puede ser una justificación. Al hacer hincapié en esas formas de violencia, y al circunscribir el homicidio a lo que pasa 39 veces de cada cien, la difusión del informe silencia los otros 61.

Confrontados a una base empírica con tan alto desconocimiento de datos, el discurso oficial invoca a modo de respuesta que semejante violencia es deudora de conflictos interpersonales previos. Mientras que el sistema español castiga la mera participación en la riña con independencia del resultado, el italiano castiga la mera participación pero se agrava la pena si de la riña se siguen lesiones o muertes. En cambio, el sistema alemán no castiga la participación, pero sí castiga si de la riña resultan lesiones o muerte. En la Argentina se adopta este último modelo. Si el autor del delito es identificado, se caratula como homicidio simple. Sin embargo, el artículo 95 del Código Penal estipula que si los agresores fueron identificados, pero no es posible determinar con la certeza necesaria quién o quiénes de ellos produjeron la muerte, entonces la pena -de dos a seis años- es impuesta a todos los participantes que hubieran ejercido violencia sobre la víctima.

Una de las objeciones que recibió esta figura penal es que, dado que se desconoce quién es el asesino, la autoría es presunta, con lo cual se viola la presunción de inocencia y el principio que estipula que, en caso de duda, se debe fallar a favor del reo. Sin embargo, el hecho de que una riña presente un obstáculo procesal para imputar la responsabilidad del homicidio transforma un problema epistémico -el desconocimiento de la autoría- en una vía de resolución pragmática que puede eximir de proseguir la investigación para identificar al autor material. Ante un homicidio resultante de una riña «tumultuaria», al desconocerse dicho autor, las agencias estatales -los policías, los jueces y los fiscales-, en verdad, acaban delegando el monopolio estatal de la violencia en las bandas organizadas, esto es, en un oligopolio privado delictivo donde se ejerce la respuesta por mano propia. Y si la muerte resulta de una riña entre jóvenes, a menudo acaban premiando las conductas salvajes con la impunidad judicial.

Desde la agencia judicial se admite que la tasa de homicidios en riña aumentó pero que, en contrapartida, se produjo «una drástica reducción del homicidio en ocasión de robo». Esa contrastación pretende ser a la vez una justificación y una coartada. Pues ese abordaje del delito ¿no supone una naturalización de la violencia portadora de un doble mensaje? Por una parte, el informe pretende calmar a quienes se saben (o se creen) a salvo de esas formas de violencia. La retórica oficial emerge como una práctica articulatoria que se vale de operaciones discursivas -circunscribir y diferenciar el móvil del delito-, construidas con el fin de calmar los ánimos de la ciudadanía urbana, de una «clase media» que recibe una seudorrespuesta a sus demandas de seguridad.

Dicho discurso organiza el problema de la criminalidad de acuerdo con los parámetros valorativos proyectados en sus receptores: «a ustedes no les va a pasar», es el metamensaje. El costo social de ese gesto es altísimo: al insistir en que se trata de riña, ajuste de cuentas o venganzas en barrios de emergencia, la agencia judicial alienta la estigmatización de las poblaciones de dichos barrios. Por otra parte, si se desconoce la identidad de buena parte de los asesinos, el informe nos dice menos de quienes delinquen que de la ineficacia de las políticas criminológicas.

¿Acaso la imposibilidad procesal de conocer el grado de participación individual en un homicidio en riña no podría propiciar la prescripción de la causa como destino, cuando no al sobreseimiento o a la absolución de los intervinientes por el principio que ordena, en caso de duda, favorecer al reo? Tras el debate cotejable en el fallo del caso Antiñir, del 2006 (cuyo análisis excede esta nota), y ante la conjetura de que, siguiendo un itinerario semejante al sufrido por la figura de la reincidencia, en un futuro próximo se declare la inconstitucionalidad de esta figura penal ¿no debería contemplarse el trasladar el eje de la pena, castigando la simple participación en la riña, y agravando más severamente la pena cuando de esa riña resultare una muerte?

La agencia judicial acusa a la agenda mediática de valerse de registros discursivos selectivos desde sus titulares y, según el segmento social de los involucrados, de presentar el delito como «de primera» o como «de segunda». Concediendo esa dicotomía perversa, a fines del debate, lo cierto es que los crímenes son «de primera» porque son denunciados por los familiares de la víctima, quienes siguen de cerca el procesamiento de los imputados, seguimiento que, no obstante, no garantiza la imposición de Justicia. Mientras tanto, en los crímenes «de segunda», las más de las veces sus autores no son identificados. Y cuando lo son, los familiares de las víctimas -compensados por una sobreexposición mediática inmediata tan controvertida como catárticamente beneficiosa, pues es la única instancia de visibilización de las víctimas- son de allí en más desoídos en sus demandas de justicia. Es así como ya desfavorecidas por la lotería social, las víctimas directas y las colaterales son revictimizadas, porque tampoco existe un sistema penal eficaz que imponga la sanción debida por Justicia a estos crímenes «de segunda».

Si el informe criminológico señala el incremento de las riñas y de los crímenes mafiosos, ¿cuán eficaces como políticas públicas, al parecer excluyentes, pueden ser las medidas preventivas a implementarse: una mayor presencia policial y la urbanización de los barrios de emergencia?

Es cierto que la mayoría de las riñas, ajustes y venganzas se producen en las villas, pero es falaz pretender neutralizarlos con el control policial y las mejoras del medio ambiente. La propuesta de aumentar el número de efectivos policiales es cuando menos ingenua: la mayoría de las veces la policía llega una vez consumado el crimen. Y en las otras, o bien corren el riesgo de ser sumariados por la justicia (inversamente) punitiva o bien apelan al «gatillo fácil», cuando no son los que negocian «liberar» la zona. Y la propuesta de urbanizar las villas como solución a las «riñas» emana de un Poder Judicial cínico y cosmético que enmascara otros factores socioestructurales -droga, desocupación y marginalidad-, que favorecen el delito y que no se resuelven con más policía y viviendas dignas.

Sin duda, hay crímenes de primera y crímenes de segunda. Pero todos ellos, sumergidos en una perversa y lastimosa versión del igualitarismo, están condenados a la misma impunidad.

Fuente: LaNacion.com