Un fenómeno que parece imparable: sorprendentes datos de Unicef y del Ministerio de Trabajo. Trabajan 1.500.000 chicos argentinos. En los últimos siete años se sextuplicó la cantidad de menores de 15 años que realiza alguna actividad para sobrevivir.

# Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay 3500 en la calle
# Casi la mitad se dedica a mendigar, una de las modalidades que adopta el trabajo infantil urbano
# Reclaman políticas articuladas

El crecimiento fue exponencial e imparable desde 1998, cuando se calculaba que eran unos 250.000 los chicos argentinos que trabajaban. Hoy el trabajo infantil alcanza a 1.500.000 menores de 15 años, según estimaciones de Unicef y la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (Conaeti). Un aumento del 600 por ciento en siete años.

Sólo en la ciudad de Buenos Aires hay unos 3500 chicos en la calle. Prácticamente la mitad, el 49%, se dedica a pedir, a la mendicidad, una de las modalidades que adopta el trabajo infantil urbano.

Casi el 50% de los que están en las calles porteñas tienen entre 10 y 15 años, y son más varones que mujeres (56% contra 44%). Salen a trabajar, se exponen a situaciones que ponen en riesgo su salud física y psíquica, asumen responsabilidades propias de un adulto, dejan la escuela y pierden así una oportunidad para escapar de esa pobreza que, justamente, los empuja a la calle. Una cosa lleva a la otra, el círculo se vuelve difícil de cortar y, coinciden los especialistas, sus hijos repetirán la historia.

De hecho, el 40 por ciento de los chicos ya no estudia y otros tantos lo hacen en forma esporádica, según una investigación del Consejo de Niñas, Niños y Adolescentes de la ciudad. «Van dejando la escuela de a poco. Faltan un día, otro y otro más, hasta que finalmente no van más -dijo José Manuel Grima, coordinador del Programa para la Erradicación del Trabajo Infantil del Consejo-. Muchos, como no tienen plata para viajar a su casa, se quedan a dormir en la ciudad y de a poco van perdiendo el presentismo.» El 31% de ellos duerme en la calle.

A la gran mayoría le gustaría volver al colegio, como un lugar de referencia, de contención y de encuentro con sus amigos. Pero no pueden, porque tienen que acompañar a sus padres -que no tienen con quién dejarlos- o conseguir plata para ayudarlos. Aunque trabajan en la ciudad (y se concentran en el centro, Pompeya, Palermo y Constitución), el 95 por ciento de ellos viene del conurbano. Saben que poco es lo que lograrían en sus pagos, que en Buenos Aires están los recursos.

¿En qué gastan la plata que consiguen? El 80,5 por ciento se invierte en comida, materiales para mejorar la vivienda y útiles escolares. El resto, dicen, se va en remedios, entretenimiento, alcohol y drogas (pegamentos y pasta base, principalmente), negocios de la familia, viáticos, cigarrillos y pañales. En ese orden.

Víctimas

El trabajo infantil no es delito en sí mismo, pero sí se considera que el chico que lo realiza es una víctima a la que el Estado debe asistir. Se transforma en un delito cuando hay explotación o reducción a servidumbre, explicó María Elena Naddeo, presidenta del Consejo de Niñas, Niños y Adolescentes porteño.

La crisis, que produjo un quiebre y aceleró los procesos de empobrecimiento en los últimos años, hizo que mucha gente se acostumbrara a ver niños trabajando -advierte María Eugenia Vidal, del Grupo Shopia-, con lo que se corre el riesgo de que toleren esta situación como parte de la nueva realidad social.

Como se dijo, la explotación o reducción a servidumbre es un delito. Pero es un delito difícil de probar, dijo Naddeo: «Hay que demostrar que se manipula a los chicos para obtener un lucro. El año pasado tuvimos un caso de un grupo de hermanitas que trabajaban en Constitución, a las que los padres las mandaban a trabajar y, si no lo hacían, las maltrataban. Eso está penado. Distinto es el caso de los niños que ayudan en su casa porque viven en una situación de extrema pobreza y no tienen forma de subsistir. Ahí tenemos que ayudar a toda la familia para que esos chicos dejen la calle y vuelvan a la escuela».

Es complicado, de esta forma, definir los límites y alcances del trabajo infantil, más aún en un país en el que, de acuerdo con las cifras del Indec, el 63,4% de los chicos viven en hogares pobres. Porque la pobreza, la falta de oportunidades y el desempleo son los actores que empujan a los chicos a la calle. O los encierran en sus casas, sometidos a un trabajo doméstico difícil de mensurar. Ni que hablar de las actividades mineras o el trabajo rural, que producen un enorme desgaste físico.

La Conaeti, creada en 2000 bajo la órbita del Ministerio de Trabajo, define al trabajo infantil como «todas aquellas actividades y/o estrategias de supervivencia, remuneradas o no, realizadas por niños y niñas menores de la edad mínima requerida por la legislación vigente (14 años) para incorporarse a un empleo. Actividades y estrategias visibles, invisibles u ocultas, donde el sustento logrado puede ser para sí mismo, para el mantenimiento del grupo familiar y/o para la apropiación de terceros explotadores».

Que un chico trabaje tiene consecuencias que difícilmente puedan revertirse durante su adultez. «Se vulnera su derecho a la educación. Muchos hacen trabajos insalubres y, al ingresar tempranamente en el mercado laboral, tienen responsabilidades de una persona mayor. Son fuentes de ingreso para sus hogares, con la presión que eso significa. Algunas formas de trabajo, como la venta ambulante, los expone a riesgos que no son propios de su edad», dijo Vidal.

Falta de conciencia

Son los de las clases más pobres los que menos conciencia tienen de la gravedad del asunto. Así lo demuestra una encuesta realizada a 4000 personas por la Universidad Nacional de Tres de Febrero: el 56,4% dijo que el problema es muy grave; el 34,1%, que es bastante grave; el 5,7%, que es poco grave; el 2%, que no es grave, y el 1,8% no contestó. La mayoría de los que consideraron que no es tan grave que los niños trabajen son de clase baja.

Pedir limosna es, como se dijo, la principal actividad de los chicos que están en las calles porteñas. Un 14% realiza malabares o algún tipo de expresión artística por la que pide una colaboración. El 11% son cartoneros; muchos acompañan a sus padres. Un 4% vende en bares, medios de transporte o en la calle y otro 4% ayuda a un mayor. Un 3% cuida a otros chicos, generalmente sus hermanitos, y un 2% es cuidacoche. Un 1% dijo que aprende algún oficio y otro 1%, que se dedica al comercio de drogas. «No se trata de dealers -aclaró Grima-. Salen de la villa, de la que traen pegamentos y pasta base de cocaína, y los venden entre ellos.»

Elena Duro, de Unicef, cree que para revertir esta situación no alcanza con programas que actúen de manera aislada, sino que es necesaria la articulación de las políticas públicas.

«Todavía no existe en nuestro país una política tendiente a la erradicación del trabajo infantil, pero avanzaron mucho en este campo y creo que están próximos a desarrollarla. Se hicieron varios estudios en los que colaboramos con el Ministerio de Trabajo y ahora falta el diseño de una estrategia que contemple la tarea conjunta de las áreas de Salud, Educación, Desarrollo Social y Trabajo, además de sumar a las organizaciones no gubernamentales», sostiene.

Por Marta García Terán
De la Redacción de LA NACION

La otra cara de la esclavitud precoz

Cuando se hace de noche, miles de niños que cayeron o nacieron en la pobreza salen a las calles del centro porteño para sobrevivir. Son un ejército de corta estatura, que a diario vive cosas de las que otros chicos de su edad ni oyeron hablar: limpian vidrios en las esquinas, hacen malabares en los semáforos y con los pies descalzos, piden dinero en la puerta de los restaurantes o revisan la basura en busca de comida. Una vida de exigencias y abandonos, que conduce a muchos a las drogas más baratas y destructivas, como el pegamento, y empuja a otros a la prostitución.

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