El estado no constituye una entelequia abstracta, pues deviene en las prácticas resultantes de grupos humanos organizados en torno a necesidades y objetivos socialmente consensuados. En este sentido el rumbo de las decisiones institucionales a largo plazo, su lógica interna y las certezas en términos de logro de objetivos estratégicos, dependen de conocimiento previo, seguro y verificable (Quintero, 2007).
Bajo esta lógica se han establecido enfoques de investigación y práctica basados en evidencia.
El modelo originario es el de la medicina basada en evidencia, propuesta colectiva del uso racional, explicito, juicioso y actualizado de la evidencia científica para su aplicación en la medicina. A partir de logros notorios en su aplicación, se han desarrollado una serie de propuestas análogas como el de la gestión basada en evidencia, una técnica emergente que propugna la utilización de evidencia científica en la tomas de decisiones gerenciales.
En el estado actual de desarrollo de las ciencias sociales, el enfoque de investigación y la practica basados en evidencia resulta inexcusablemente necesario en los ámbitos criminológico, penitenciario, policíaco y judicial 1 Licenciado en Antropología – Doctor en Ciencias Naturales. Docente-Investigador Categoría IV del Programa de Incentivos de la Universidad Nacional de La Plata.
Profesor Titular de Metodología de la Investigación y Taller de Tesis de la Maestría en Derechos Humanos (Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales – UNLP). Jefe de Trabajos Prácticos de la cátedra de Antropología biológica IV (FCNyM – UNLP). Asesor en criminología de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires. Profesional en el área de la criminología en el Servicio Penitenciario Bonaerense. (Petrosino et al., 2003; Farrington et al., 2002; Garrido et al., 2008).
Este requerimiento se hace indiscutiblemente prioritario en países en vías de desarrollo, donde la práctica de la justicia penal se presenta como un fenómeno complejo que depende de recurrencias y singularidades en los tres poderes del estado y manifiesta las contradicciones e inestabilidades de la vida social y política (Quintero, 2008).
La incursión del modelo de indagación basado en evidencia en el área penal es reciente y se encuentra escasamente desarrollado. Hasta entrados los años 70’ en los Estados Unidos, la rehabilitación era la idea académica y criminológica dominante asociada a la función del sistema penal (Gibbons 1999, Cullen y Gendreau, 2000). Sin embargo, dos décadas después, estaban completamente reestablecida la idea de la prisión con carácter punitivo basada en los conceptos de disuasión e incapacitación. Ambos conceptos se basan en principios elementales a saber: la incapacitación refiere a que durante el periodo de detención en la prisión se impide la comisión de delitos, mientras que la disuasión refiere al efecto potencial del castigo sobre individuos que pudieren realizar un acto delictivo.
Desde esta ecuación, el incremento en la severidad de las penas impuestas supuestamente incrementaría el poder tanto de la incapacitación, por actuar en un periodo mas prolongado, como de la disuasión, por generar un mayor temor a penas incrementadas. Tales ideas han propugnado a escala global, un incremento en la severidad de las penas que no han logrado demostrar su eficacia bajo un marco metodológico científico. Mas bien, los trabajos realizados con rigor metodológico confirman la postura de Chen (2006), en el sentido de que estos cambios en la legislación son un punto de vista jurídico simbólico más que una estrategia eficaz para controlar la delincuencia y responden simplemente a la demanda pública y no a principios de racionalidad en el marco de la criminología basada en evidencia. Irwin y Austin, 1997, examinaron los cambios en la tasa de encarcelamiento durante el periodo 1980-1991, encontrando que el aumento del encarcelamiento no redujo el crimen, sino que pareció incrementarlo. Concordantemente, DeFina y Arvanites (2002) ponen en duda la idea dominante de que el incremento de encarcelamiento reduce el crimen.
Critican la forma en que se han realizado las contrastaciones de esta hipótesis a partir de algunos modelos estadísticos inválidos y otros al menos discutibles. Cuando en lugar de tomar los datos nacionales en su conjunto, las regresiones se estiman separadas para cada estado como es apropiado, los datos revelan que el encarcelamiento no tiene ningún efecto estadístico significativo en la mayoría de los estados para los siete crímenes que estudiaron. Los estudios realizados a partir de correlación bivariada sufren la ausencia de variables que conceptualmente podrían estar afectando las tasas de crímenes, como por ejemplo la composición sociodemográfica de la población local o la situación económica.
Al no responder a las diferencias locales entre las poblaciones, estos estudios pueden enmascarar eslabones reales entre el crimen y encarcelamiento o pueden crear relaciones espurias (DeFina y Arvanites, 2002). Vieraitis et al 2007, postulan que la enorme confianza en el uso de encarcelamiento como solución absoluta al problema del crimen ha producido un crecimiento dramático en el número de prisioneros estatales durante los últimos 30 años. Sin embargo, en años recientes se ha desarrollado una preocupación creciente sobre el impacto que el número de prisioneros liberados de la prisión ha tenido sobre el incremento de los delitos. En ese sentido, los autores realizaron un trabajo utilizando datos oficiales para 46 estados de EEUU entre los años 1974 a 2002.
El estudio demostró que aunque el crecimiento de población de prisión parece estar estadísticamente asociado con una disminución en las proporciones del crimen, cuando los análisis se ajustan a los cambios de la población encarcelada, es el incremento en el número de prisioneros liberados la variable que se asocia significativamente con el aumento de crímenes. Postulan en este sentido un efecto criminogénico de la prisión previo a la liberación, es decir, durante la estadía del prisionero. Este efecto criminogénico de la prisión en los Estados Unidos ha sido corroborado a través de investigaciones regionales (DeFina, 2009) y experimentales (Gaes y Camp, 2009). Subsecuentemente, los resultados propuestos por De Fina indican que el incremento del encarcelamiento se asocia a un incremento en las proporciones de pobreza infantil, siendo el impacto causal especialmente pronunciado en los condados con una proporción alta de residentes no blancos.
La pobreza y la marginalidad son condiciones de vida asociados a la vida periurbana y urbana. Se encuentran cruzados por condiciones de privación de derechos básicos como los de educción, salud, seguridad jurídica, alimentación, etc. Se han discutido largamente en la literatura criminológica los alcances de la privación absoluta (tales como ingreso familiar debajo del nivel de pobreza) y de la privación relativa en explicar el comportamiento criminal (Messner, 1982; Bailey, 1984). En este sentido, el trabajo de Land et al, otros. (1990) demostró la existencia de una alta colinearidad de estas condiciones estructurales, que reflejan las mayores concentraciones de situaciones de vida desventajosas descrita por los sociólogos urbanos. La relación entre pobreza y crimen no es causal aunque si polémica. Existen numerosos ejemplos de países o regiones en que la pobreza es muy alta pero la proporción del crimen es relativamente baja. Contrariamente, en los Estados Unidos de Norteamérica, con la mayor acumulación de riquezas, se presentan las tasas de prisionización mas elevadas del mundo (Gilmore, 1998).
El delito, tal como lo concebimos y definimos debe ser entendido como un fenómeno económico-cultural dependiente de la manera en que se organiza una comunidad en la distribución de recursos tangibles e intangibles. Es por esto que al realizar análisis estadístico de riesgos, aparecen como tales la escasas posibilidades de acceso a la educación y a la salud, bajos salarios, desempleo, alejamiento temprano del núcleo domestico, exposición infantil a la violencia, etc. Todos referentes directos de la deprivación de derechos esenciales. En este sentido, se ha informado que las altas tasas de crímenes, el bajo nivel de logro educativo, las prolongadas crisis de desempleo y la pobreza, todo se encuentra correlacionado entre si (Huang et al., 2004).
Coincidentemente Fougère et al.,(2009) encuentran que crimen y desempleo se encuentran positivamente asociados, que el aumento del desempleo juvenil incrementa el delito y este efecto es causal para los robos, y delitos por drogas. Por tal razón proponen examinar todas las estrategias diseñadas para combatir el desempleo juvenil y considerar estrategias como premios para los éxitos en la educación y pagas superiores en aprendices laborales. Gatti et al., 2009 encuentra que los individuos jóvenes con escasa dirección de sus padres, expuestos a la pobreza y a la socialización en grupos de pares de edad, ante los mismos niveles de conducta antisocial, tienen mas probabilidades de sufrir la intervención por la Corte Juvenil.
Consecuentemente los autores encuentran que esta intervención aumenta la probabilidad de que los jóvenes se relacionen con el sistema penal en la madurez. Los resultados también muestran que las diferentes medidas recomendadas por la Corte Juvenil ejercen un efecto de criminogénico diferencial. En un estudio reciente, McCall et al, (2008), postulan que los cambios en la tasa de homicidios esta relacionada con los cambios en el tamaño relativo de la población vulnerable joven de la ciudad y los efectos del decaimiento urbano y de la pobreza. Encontraron que con una prosperidad mejorada en la década final del siglo XX, la propensión al crimen y la tasa de homicidios disminuyó acorde al descenso de población marginal.
Informaron consecuentemente que los cambios significativos en la tasa de homicidios están asociados a cambios en condiciones estructurales específicas de las ciudades de los EE.UU. Las contradicciones evidenciadas respecto de las intervenciones políticas para reducir la delincuencia y la relación inversa entre tasa de delincuencia y desempleo han sido expresadas por diversos autores (Marvell y Moody, 2001; Kovandzic et al., 2002; Worrall, 2008), interpretando que existen serios problemas criminológicos en los modelos de estimación de datos, los cuales han sido sistemáticamente ignorados. En este sentido, no existen pruebas serias de que las leyes puedan reducir el impacto de la delincuencia a través de la disuasión o la incapacitación. Por el contrario, cuando el estado interviene con penas mas duras (three-strikes law en EEUU), los criminales presentan mayor predisposición al homicidio de posibles testigos o potenciales identificadores (Marvell y Moody, 2001).
Por otro lado, Worrall, (2004) llamo la atención sobre los supuestos efectos de incapacitación y disuasión asociados a estas normas, ya que en su estudio demostró que dichos supuestos no se estaban cumpliendo. Kovandzic et al (2002), utilizando datos de 188 grandes ciudades durante 1980- 1999, examinaron los posibles efectos de la promoción de homicidio a partir del endurecimiento de las leyes por la llamada “ley de los tres golpes” (Three Strikes Law). Los resultados indican que las ciudades en los estados donde se impusieron esta leyes experimentaron a corto plazo aumentos en las tasas de homicidio entre un 13% a 14% y a largo plazo aumentos del 16% al 24% en comparación con las ciudades en los estados sin estas leyes. Concordantemente, Iyengar (2008) informa que en el estado de California, tras la aplicación de estas leyes, los delincuentes fueron propensos a cometer delitos más violentos, los cuales se incrementaron en un 9%. Chen et al (2006), postula que estos cambios en la legislación responden simplemente a la demanda pública y dañan el principio de proporcionalidad. En el mismo sentido interpreta que las leyes de “los tres golpes” son un punto de vista jurídico simbólico más que una estrategia eficaz para controlar la delincuencia.
Los trabajos realizados con rigor metodológico muestran, en definitiva, que el control del delito por endurecimiento de las penas no solo es un mito, sino que se enlaza en una relación sinérgica con el incremento de incidentes violentos, mostrando un carácter criminogénico. En este sentido la prisión no responde a la demanda pública de seguridad, no previene nuevos delitos y no disminuye la delincuencia desde los postulados de disuasión e incapacitación. Sin embargo desde la perspectiva de prácticas e investigación basada en la evidencia se ha informado logros medidos y verificados en torno a la prevención del delito y la reducción de la reincidencia, inclusive en aquellos casos que la mitología criminológica supone como incorregibles.
Son destacables en este sentido el éxito logrado en áreas tales como el tratamiento de los delincuentes sexuales y la efectividad de las penas cortas en comparación con las largas (Farrington et al., 2002; Garrido y Morales, 2007; Garrido et al., 2008) logrando reducir la reincidencia significativamente. Estos resultan logros de la aplicación del paradigma de investigación y práctica basados en evidencia que los científicos, profesionales y gestores políticos deberían considerar con objeto de apoyar la realización de buenas prácticas por parte de los organismos del estado. En la República Argentina no se han realizado trabajos desde el paradigma de la criminología basada en evidencia y los funcionarios no creen que las prácticas basadas en evidencia obtengan logros, al menos durante su tiempo de gestión. Sumado a esto, la información disponible responde más a una respuesta simbólica ante la demanda pública que a un interés real en el abordaje de causa y factores asociados al delito desde una perspectiva científica.
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