De acuerdo con el último informe de Naciones Unidas, entre la población de entre 15 y 64 años, existen unos 200 millones de consumidores de drogas, ya sea de base natural o sintética. Si se toma la población mundial en esa escala etaria, tal cifra representa casi el 0,6%, y si se considera la población total, corresponde a un 0,38%. Si, a su vez, se calcula que unos 158,8 millones son consumidores de marihuana, entonces el porcentaje de los que usan drogas más duras, en comparación con el total mundial de habitantes, es aún mucho menor.
Si se observa, por ejemplo, la «cadena de valor» que involucra la producción , procesamiento, tráfico y uso de drogas, el dato es impresionante. El caso de la evolución del precio de la cocaína resulta elocuente: tomando el valor de la hoja de coca en el Chapare, Bolivia, pasando por Colombia (para su procesamiento) y México (para su tráfico), y llegando a Nueva York, para su consumo como cocaína, la variación del precio es, según un reciente estudio de Cornelius Grauber, del 1532%. Esto confirma quiénes lucran más y dónde se obtienen las mayores ganancias con el negocio de las drogas.
Si se analiza la erradicación de las plantaciones con defoliantes, según datos publicados por el Departamento de Estado de EE.UU., la conclusión es penosa. En 1990 se erradicaron, en América latina, 23.080 hectáreas de coca, amapola y marihuana; en 2006, el total erradicado de esos cultivos fue de 280.694 hectáreas. En 17 años, 20.316 kilómetros cuadrados de cultivos fueron destruidos; un área equivalente a cuatro veces el Estado norteamericano de Delaware.
Si se evalúa el proceso de desplazamiento y expansión de cultivos ilícitos, el resultado es decepcionante. En el caso de la marihuana, Estados Unidos presionó a México, a mediados de los años 70, para que llevara a cabo una política más contundente. La llamada Operación Cóndor de la época se presentó como un éxito. En esa dirección, Washington demandó una práctica similar en Jamaica. Otro triunfo fue la Operación Bucanero. A fines de los 70, Colombia se convirtió en el principal productor de marihuana. Estados Unidos comenzó a exigirle que siguiera el procedimiento aplicado por mexicanos y jamaiquinos. Así ocurrió con la Operación Fulminante. En los ochenta, la potente variedad de marihuana sin semilla se comenzó a cultivar en Estados Unidos. En 1992, Colombia, México y Jamaica produjeron un total de 9708 toneladas de marihuana y, en 2005, México tuvo una producción de 10.100. En 2006, Estados Unidos alcanzó la cifra de 10.000 toneladas y se transformó en el primer prod uctor mundial de marihuana.
Respecto de la coca el proceso fue similar. Washington exigió, en los años 80, a Bolivia, Colombia y Perú una política de mano dura. En 1992, el total de hectáreas cultivadas entre los tres países fue de 211.700 y, en 2005, fue de 208.500. En 13 años, el total de hectáreas cultivadas de coca apenas se redujo en un 1,6%, por lo que se reconfiguró el área respectiva de cada nación y se elevaron los plantíos en el país que tuvo la política más coercitiva: Colombia. Con la heroína sucedió lo mismo en México, Guatemala y Colombia. En 1992, México era el mayor productor de la región con 40 toneladas. En la última parte de los años 90, creció la producción en Colombia, que llegó a 75 toneladas en 1999. En la primera década del siglo XXI, la producción parece volver a concentrarse en la parte norte de América: en 2005 llegó a 75 toneladas, repartidas entre México (71) y Guatemala (4). Algo semejante a lo vivido en la región sucedió en el plano mun dial con los opiáceos. El total de toneladas de heroína en Asia llegó, en 1992, a 3349 (815 del Sudoeste y 2534 del Sudeste) y, en 2006, alcanzó a 6462,1 (6138,6 del sudoeste de Asia y 323,5 del Sudeste). El caso más dramático es Afganistán: en 2001-en el último año de gobierno talibán- la producción de heroína fue de 74 toneladas; en 2006 -en el quinto año de ocupación estadounidense con su «coalición de voluntarios»-la producción de heroína fue de 6100 toneladas.
También ha ocurrido lo mismo con las drogas sintéticas. Las presiones sobre los productores periféricos permitieron que hoy Holanda y Bélgica se convirtieran en los mayores productores mundiales de éxtasis.
Si se examina el fenómeno de las drogas desde una perspectiva organizativa, el corolario es alarmante. Las tácticas aplicadas para desmantelar los conglomerados mafiosos han generado organizaciones criminales más sofisticadas, influyentes, recursivas y virulentas. La criminalidad transnacional y a no constituye una clase emergente, sino que se ha transformado, en muchos casos, en una clase dominante. Hace unos años, el asunto del narcotráfico era un hecho criminológico; hoy es una cuestión sociológica: o se coexiste, con inestabilidad y violencia, con una nueva clase social criminal, o se la asimila y domestica, como sucedió en países como Estados Unidos entre los años 20 y 50, o se la desarticula (con un activo concurso de la sociedad civil) o esa nueva clase se torna hegemónica (como está ocurriendo en el plano local, provincial y regional de muchos países). No hay muchas más opciones.
Si se estudia la militarización de la lucha contra las drogas -la participación de las fuerzas armadas en labores básicamente policiales- el producto ha sido desafortunado. El efecto de la participación militar en las acciones antinarcóticos incidió negativamente en las relaciones cívico-militares, los derechos humanos y los grados de corrupción. El papel directo y activo de las fuerzas armadas en tareas de erradicación, interdicción y persecución no significaron un avance promisorio en la dirección de eliminar, o siquiera reducir, el fenómeno de las drogas. Cada cierto tiempo, según el país de turno, se anuncian triunfos trascendentales gracias al despliegue represivo militar: al cabo de algunos años, comparando las situaciones históricas y las existentes, se puede concluir que apenas se trataba de victorias pírricas. En ese proceso, las fuerzas armadas, como corporación, se han vuelto adeptas a la «guerra contra las drogas»: se nutren de recursos internos y externos, ganan influencia doméstica y reciben el consentimiento de Estados Unidos.
Ante estos hechos cabe preguntar: ¿se justifica seguir con la fallida «guerra contra las drogas» para superar un problema que bien podría enfrentarse con otra racionalidad? Los datos mundiales muestran que la prohibición de drogas ha resultado un fracaso. Sin embargo, nada parece detener la cruzada prohibicionista. La dificultad para terminar con la lógica de la «guerra contra las drogas» proviene de un hecho cultural: en realidad se trata de una kulturkampf, un combate cultural. Esto lleva, a su vez, a una pregunta esencial que debe hacerse al abordar el fenómeno de las drogas, cui bono : quién gana más, quién se beneficia más con la permanencia de las actuales políticas antinarcóticos.
En la Argentina hay muchos sectores ansiosos de sumarse a la «guerra contra las drogas». Unos conscientemente, otros por exasperación y muchos por desconocimiento exigen una estrategia más punitiva. Esto es un despropósito. Lo que el país necesita es abordar y resolver los problemas estructurales que permiten que el negocio de los narcóticos prospere y se expanda. El papel del Estado en este sentido es esencial. Mientras tanto, la sociedad debe informarse más y mejor sobre el tema y procurar la generación de coaliciones internas e internacionales que ayuden a repensar las costosas e improductivas políticas vigentes.
Decía Jorge Luis Borges en El jardín de senderos que se bifurcan : «Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros».
Ese presentimiento se hará efectivo si finalmente la prohibición se impone nacional y globalmente.
Por Juan Gabriel Tokatlian
Para LA NACION
El autor es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.