Tienen entre 7 y 14 años. Los mandan los padres en esas barcas de pescadores desde Africa hasta las Islas Canarias para que trabajen y les envíen dinero. Cuando llegan los confinan en asilos hasta que cumplen la mayoría de edad.
La última población del sur de Marruecos es la de Tarfaya. Por ahí pasa esa línea invisible que separa al territorio controlado por el ejército del rey Mohamed VI y el del Frente Polisario que se lo disputa. También es donde tuvo que hacer Saint Exupéry su aterrizaje de emergencia cuando el avión con el que transportaba correo a las colonias francesas se quedó sin un motor. Esas dunas le inspiraron El Principito y son las que hoy recorren para ir a la playa cuando cae el sol las mujeres vestidas con la «melfa» a rayas y rodeadas de chicos. Una de esas mujeres, Zerka, tomó en agosto del 2001 una decisión crucial para su vida. Mandaría a su segundo hijo Musta Hafiz, de apenas 10 años, en un cayuco (una de las embarcaciones de los pescadores locales) hacia España para que pudiera trabajar allí y enviarle dinero para mantener a sus otros tres hijos. El marido había muerto poco antes y con lo poco que dejó iba a pagar el viaje. Tres días más tarde Musta estaba en el medio del Atlántico dormido. Le habían dado una pastilla para que no se asustara y molestara a los otros 50 o 60 inmigrantes que se jugaban la vida entre olas de siete o diez metros.
Hoy, Musta tiene 19 años. Pasó todo este tiempo en el sistema de detención de menores no acompañados que tiene el gobierno español y que funciona aquí en Tenerife, en las Islas Canarias. Lo rescataron cuando estaba cerca de la isla de Lanzarote. Lo tuvieron ahí tres días y después lo mandaron a un asilo de un pueblito terifeño. Fue a una escuela en la que era el único inmigrante. Los otros chicos se reían de su acento, de su timidez, de su dificultad para entender las costumbres locales. Lo peor era cuando hablaban de religión. Musta había visto sólo el rito musulmán. Lo católico le resultaba muy extraño. Cuando cumplió 15 años lo mandaron a otro centro para adolescentes en Santa Cruz y a la escuela secundaria. Llegó hasta tercer año. Cuando cumplió los 18 le dijeron que se podía ir. «¿Ir? ¿A dónde?, les pregunté». Cuenta Musta. «Ahora, a ganarte la vida, me dijeron. Me dieron una orden de expulsión en suspenso y la dirección de este lugar. Y cuando llegué me encontré con gran sorpresa con muchos a los que había cruzado en los hogares y que ahora están como yo: sin contrato para poder quedarnos a trabajar acá. Me hicieron perder el tiempo durante ocho años».
–Imagino que tienes un rencor muy grande con tu madre que te envió acá tan pequeño y con el sistema que no te resolvió nada, le digo.
–No, con mi madre, no. Ella no tenía opción. Ya había mandado a mi hermano mayor y no sabía nada de él. Yo tenía que cumplir como el nuevo hijo mayor. Así es en Marruecos. Y los de acá me trataron bien. No puedo decir otra cosa. Pero hoy me dejan en la calle y entonces todo el sacrificio que hice para estudiar estos años no sirvieron de nada.
Kofi Zacarea, otro chico de 18 años, escucha la conversación con la mirada perdida. Es otro de los 18 muchachos que lograron refugio en la sede local de Cáritas en la Cuesta de Piedra de Santa Cruz de Tenerife. Allí pueden permanecer hasta que consigan algún contrato de trabajo con el que puedan solicitar la residencia temporaria en España. Por ahora nadie lo quiere tomar. Tiene un español muy atravesado y se lo ve más joven de los años que dice tener. Salió de Ghana hace casi un año. Estuvo en un centro para adolescentes y desde hace unas semanas en este lugar desde donde sale cada mañana para buscar alguna changa. «Te explotan, pagan muy poco», es lo que aprendió en español para explicar su situación. Y cada vez que sale a la calle tiene que luchar contra la discriminación.
«Te subes a la guagua (autobús) y todo el mundo te está mirando. Tengo cara de «moro» o «africano» y la gente piensa en la fama que tenemos. Los moros (marroquíes y árabes en general) que le vamos a robar. Y los africanos (subsaharianos) que les van a contagiar una enfermedad. Eso es lo que piensan de nosotros apenas nos ven», explica Najib Ahdemnaji, un marroquí que llegó hace nueve años en una patera (bote de pescadores) y que hoy es el organizador de este centro de Cáritas.
Kofi Zacarea asiente con la cabeza. Eso es lo que le pasa cada día en que toma el tranvía para ir al centro de la ciudad y ver si lo toman para lavar platos en algún restaurante. «Tengo que mandar algo de dinero a mi madre que está en el pueblo de Mankesín. Ya le mandé una vez 20 euros que junté de lo que me dieron en el centro donde estaba para que pudiera salir un fin de semana y tomarme una cerveza. Yo no tomé nada y se lo mandé a mi mamá para que viera que sirvo para algo», cuenta Kofi con su cara redonda y ojos de niño bueno.
Leonardo Ruiz del Castillo es el director de esta casa de Cáritas y coordina toda la ayuda orientada hacia estos chicos. Está desesperado. Cada día lo llaman con mayor demanda. Hay en este momento unos 1.300 menores en el sistema y en poco tiempo comenzarán a ser mayores de edad y los largarán a la calle. «La única solución de fondo es cambiar la ley. Fíjate que enorme paradoja. Los educamos en nuestras costumbres. Van a escuelas canarias con otros niños y adolescentes locales. Se hacen de amigos. Se adaptan. Son respetados. Y de pronto, un día cumplen 18 años y todo eso se convierte en una desgracia. De ser protegidos de la Policía pasan a ser perseguidos por ser ilegales. Los pueden arrestar, ponerlos en un centro de detención para mayores y expulsarlos en unos pocos días», dice Leonardo abriendo las manos en señal de impotencia.
Mousta Kane, que vino de Senegal hace 11 meses, constituye otro caso paradójico. Tenía 19 años cuando llegó en un cayuco (barca de pescadores de unos 14 metros de eslora) pero cuando le hicieron el test óseo de su muñeca, los médicos de la Policía determinaron que su edad era dos años menor. Lo enviaron a un centro de adolescentes hasta que determinaron que ya había alcanzado la mayoría de edad y lo mandaron a la calle. De todos modos, esa situación fue un golpe de suerte. «Vine con unos amigos que los tuvieron 40 días en una cárcel y después los mandaron de nuevo para Senegal. A mí me llevaron a un centro del pueblo de La Esperanza, que queda camino al Teide (la montaña más alta de las Canarias). Fui a la escuela y aprendí un poco de español. Tuve suerte.», cuenta este chico alto y esbelto que podría ser un modelo de catálogo de Ralph Lauren.
Mousta Kane y sus amigos se entusiasmaron con venir a España cuando vieron en el sitio de Internet senegalaisement.com una serie de notas sobre «lo fácil que es llegar a España». «Estás en unos centros muy confortables, te visten, te dejan salir los fines de semana y te dan de comer varias veces al día», dice una de las notas del sitio que habla también de un supuesto «pasaje» en uno de los cayucos por apenas 150 euros cuando en realidad las mafias que controlan este tráfico humano se llevan al menos 1.500 euros por cabeza.
«Creí que iba a tener un trabajito fácil, pero me está costando mucho. Apenas me ven, me piden los papeles. Y eso es lo único que no tengo. Cuando les digo que me hagan un contrato para poder conseguir el permiso de residencia, me cierran la puerta en la cara. Yo tengo un oficio, soy sastre y de los buenos. Empecé a cortar cuando tenía ocho años. Y también soy muy bueno jugando al baloncesto, que me prueben», pide Mousta Kane. «Voy a esperar hasta fin de año. Si para enero del 2009 no consigo nada, me voy hasta una comisaría y les pido que me repatrien». Si llega a ese momento, Mousta Kane será uno de los casi 9.000 senegaleses expulsados por España en los últimos dos años.
Manejo por la autopista norte hacia Icod de los Vinos, un antiguo pueblo colgado de las montañas donde se produce un vinito algo ácido pero nada despreciable. A pesar de una fina lluvia veraniega se puede ver que el lugar tiene una gran belleza. Es un verdadero balcón hacia el mar. Desde allí arriba se puede ver cómo las olas le pegan constantes cachetazos a las rocas, algún barquito pesquero en el horizonte y un muelle con una playa de piedras. Todo esto es visible desde esta escuela pintada de amarillo por fuera y que no tiene ningún cartel que la distinga. Allí funciona uno de los centros de emergencia de menores no acompañados. Hay en este momento 48 chicos varones de 7 a 14 años. Está regenteado por la ONG Asociación Solidaria Mundo Nuevo. La directora Carmen Gloria Lorenzo me recibe y hace un recorrido por el lugar. Está impecable. Como las escuelas están de vacaciones de verano los chicos tienen sólo actividades recreativas. Por el mal tiempo hoy no pudieron ir a su clase de natación en una pileta municipal ni a la de surf que hacen en una playa los más grandes. El metegol concita la mayor atención aunque compite palmo a palmo con el ping pong y una partida de ajedrez entre dos chicos guineanos que son los campeones del lugar.
«Acá los niños son niños. Tratamos que olviden su condición de inmigrantes y de trabajadores y se conviertan en chicos normales con horas de estudio y horas de recreación. Es difícil porque vienen con el mandato de trabajar y mandar dinero a sus familias y aquí los tenemos que convencer de que no van a poder trabajar hasta que no sean mayores. Vienen asustados, con incertidumbres y les lleva un tiempo adaptarse. Pero lo cierto es que lo logramos en un 99% de los casos», comenta Carmen Gloria.
El problema más acuciante lo presentan los chicos que llegan de Mauritania, Mali, Costa de Marfíl o Marruecos y que nunca estuvieron escolarizados. Con ellos tienen que trabajar los cinco maestros que hay permanentemente en tres turnos en el lugar para que luego puedan ir a la escuela local. El objetivo es que todos los chicos concurran a una de las escuelas municipales del pueblo y se interrelacionen con los niños de Icod. «Cuando llegan ya de 13 o 14 años tienen muy incorporado el hecho de que sus familias se endeudaron para que ellos puedan viajar y trabajar en España. Con ellos hay que trabajar mas que con otros mas pequeños. Y lo hacemos enseñándoles algún oficio», cuenta Rita López, la trabajadora social a cargo del centro.
Rita cuenta que está muy sorprendida con un chico que llegó hace apenas unas semanas de Mauritania. Tiene 11 años y asegura que va a ser médico. Se la pasa todo el día leyendo y buscando información sobre el cuerpo humano en unas enciclopedias. Y está el caso de otro chico que llegó al sistema desde Mali cuando tenía 15 años y que hoy es abogado y representa a los que piden el permiso de residencia o se niegan a aceptar la extradición. Y hasta profesionales como un marroquí médico que arribó en una patera y se convirtió en el encargado de la enfermería del centro de detención al que lo mandaron. La Policía lo ayudó a conseguir un permiso de residencia, dio las equivalencias y cuatro años más tarde estaba ejerciendo la medicina en un pequeño pueblo cercano al puerto de Los Cristianos donde viven muchos de los inmigrantes subsaharianos que trabajan en la industria del turismo.
Salgo de Icod de los Vinos con cierta esperanza. Entiendo que el sistema de acogida de los inmigrantes menores de edad es absurdo pero al mismo tiempo veo que tratan bien a los niños. Por ahora no hay denuncias de maltratos y lo que dejan ver a los periodistas denota cuidado y esmero. Pero cuando regreso a la casa de Cáritas en la Cuesta Piedra me encuentro una vez más con la incongruencia de esta Europa Blindada. Musta Hafiz acaba de regresar de su trabajo. Desde hace seis meses es aprendiz del taller de artes gráficas de la iglesia católica acá en Santa Cruz. El propio director Ruiz del Castillo dice que recibió muy buenas referencias del trabajo de Musta, que lo consideran allí como el mejor trabajador ya que logró aprender varios oficios al mismo tiempo, desde el de grabador hasta el de retocador. Pero no le pueden dar un contrato de trabajo. Necesitan que se lo otorgue alguna empresa externa. Y aún no encuentran al empresario que quiera comprometerse. «No tiene que hacer nada. Sólo firmar algunos papeles. Yo no le voy a ir a pedir nada. Me quedo trabajando en el taller de Cáritas y después busco con tranquilidad. Le voy a estar agradecido porque me ayudó y nunca lo voy a perjudicar. Pero aún no aparece ningún empresario que quiera hacerlo.¿Qué pretenden que haga ahora, que me vuelva a Marruecos? Si yo ya ni me acuerdo de la cara de mi madre», dice Musta tragando saliva para no llorar.
http://www.clarin.com/diario/2008/09/01/elmundo/i-01750510.htm